lunes, 17 de enero de 2011

UNA PROFE DEL MONTÓN

Yo era una profe del montón.
Si le hubieran preguntado por la de lengua a mi alumnado ellos habrían aludido a mis zapas molonas, a que conmigo siempre escribían cuentos, o a la vez en que me puse una nariz de payaso para animar la gran final de todas las finales del torneo de conjugación de verbos.
Anécdotas que llenan listas.
Como que a la excepcional María le gustara operar bolígrafos y detenerse a observar en mitad de la calle, que la disparatada Ariadna acudiera a mi clase enarbolando la antena de un televisor o que el enamoradizo Marcos adorase pasar las horas muertas respirando el olor a ropa limpia escondido debajo del tendedero de sus padres (y que le soplaran en la nuca; pero sobre esta afición la profesora prefirió no hacer ningún comentario).
Bien sabía que no era su favorita.
En los de doce ganaba por goleada Carlos, el de educa, que les hablaba en espanglis y les trataba de modo marcial y a ellos con eso les daba la risa.
Y con mis tutorandos, pues no sé, porque nos odiaban a todos por igual, que para algo tenían por primera y última vez en su vida los maravillosos e insufribles catorce años.
Una profe del montón, sin más remedio. La que no llevó de viaje de fin de curso a los de tercero K porque tenía oposición pero a la que los de primero J le pusieron el apodo más benigno.
No les preguntó nadie, pero hacia el fin de curso un pequeño macarra de mi peor primero (mis macarras de poca monta) me dijo que si que ellos aprobaran significaba que yo me quedara el curso próximo en el instituto, “entonces, profe, voy a estudiar. Te lo prometo, profe; es en serio”.
Les expliqué sin muchas esperanzas que mi destino en un instituto u otro el año próximo no tenía que ver con sus notas sino que dependía a partes iguales del azar, de mis exámenes en la oposición y de la perversidad de los recursos humanos de la consejería. Ellos, como es lógico, no entendieron nada, ni tampoco, en verdad, lo que Franklin estudió hubiera sido suficiente para salvarme.
En septiembre, Esperanza Aguirre decidió que podía ahorrarse unos dineros si echaba a la calle a tres mil interinos, lo que implicaba no cubrir las bajas del profesorado este curso y apiñar (aún más) en sus clases a niños llenos de anécdotas como María, Ariadna, Marcos y Franklin.
Y dejé de ser una profe del montón.
Y ahora ando preguntándome qué soy.
Y he empezado esta bitácora para ver si me aclaro.